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El oficio de político

Escribió Cicerón en su obra “Sobre los deberes”: “Los que hayan de gobernar el Estado deben tener siempre muy presentes estos dos preceptos de Catón: el primero, defender los intereses de los ciudadanos, de forma que cuanto hagan lo ordenen a ellos, olvidándose del propio provecho”. Hoy en día, esta opinión se asemeja a una enorme paradoja. Hoy se llama eufemísticamente “el interés general”. Esto es, que un representante político, tiene que actuar en defensa del bien común.
De hecho, la vigente Ley de Transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, hablando de los principios de actuación de quienes se dedican a la cosa pública, dice que tienen que asumir unos principios éticos y actuarán con transparencia en la gestión de los asuntos públicos, de acuerdo con los principios de eficacia, economía y eficiencia y con el objetivo de satisfacer el interés general. También que ejercerán sus funciones atendiendo al principio de buena fe y con dedicación al servicio público, absteniéndose de cualquier conducta que sea contraria a estos principios. Han de mantener un criterio independiente y ajeno a todo interés particular asegurarán un trato igual y sin discriminaciones de ningún tipo en el ejercicio de sus funciones. Y por supuesto, actuarán de buena fe y mantendrán una conducta digna y tratarán a los ciudadanos con esmerada corrección.
Mal están las cosas si es necesario regular por ley la el ejercicio de la actividad política. Subrayaba el pensador y filósofo alemán Arthur Schopenhauer (siglo XVIII) que “El honor del cargo es la opinión general de que un hombre revestido de un empleo posee efectivamente todas las cualidades exigidas y cumple puntualmente y en cualquier circunstancia las obligaciones de su cargo”.
Se sobreentiende que quienes tienen la responsabilidad de dirigir las instituciones pública y desempeñar un cargo electivo propiciado por el sufragio popular, han de comportarse ética y moralmente, sin mácula que los ponga bajo sospecha. Dignidad y honorabilidad. Qué sencillo es y cómo lo complican.

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El poder en escenas

“Todo sistema de poder es un dispositivo destinado a producir efectos”. Este aserto corresponde al sociólogo y antropólogo Georges Balandier y que recoge en su obra “El poder en escenas”, texto al que en más de una ocasión hemos hecho alusión en nuestros artículos, dado que el autor desmenuza con agudeza el funcionamiento de los resortes del poder en sus distintas expresiones.
Su lectura está más que recomendada en los actuales momentos por los que atraviesa la vida política, da igual que sea de ámbito local que estatal. Porque, como dice dicho autor francés, aquellos efectos son comparables a las ilusiones que provoca la tramoya teatral. O lo que es lo mismo, que la escena política representa como un teatro. Shakespeare, de quien por cierto este año, como sucede con Cervantes, se conmemora el IV centenario de la fecha de su muerte, en su obra cómica “Como Gustéis”, pone en boca de uno de sus personajes, Jaime: “El mundo entero es un teatro, y todos los hombres y mujeres simplemente comediantes. Tienen sus entradas y salidas, y un hombre en su tiempo representa muchos papeles”.
Y realmente que son los políticos sino meros personajes de una gran representación y donde interpretan unos libretos para cada puesta en escena. Para conquistar y conservar el poder, como dice Balandier, hay que ser un auténtico actor político, porque su imagen, las apariencias que provoca, pueden corresponder a los que se desea hallar en él. “El gran actor político dirige lo real por medio de lo imaginario”.
Y sobre todo acierta este sociólogo cuando habla de la transformación del Estado en un Estado-espectáculo, en un gran teatro de ilusiones sustentado en una sólida dramaturgia política que permite poner el poder en escena y donde se sacraliza la actividad política con sus ritos, apariencias y juegos ilusorios y donde el ciudadano que vota para comprar lo que se le vende, asiste pasivamente a un espectáculo con entrada gratis y salida cara.

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Investidura

Es más que probable que una sesión de investidura nunca haya tenido como hasta ahora tanto impacto mediático. Primero porque antes, lo habitual era celebrar una sesión cada cuatro años, coincidiendo con el inicio de una nueva legislatura y segundo, porque si antes era casi una sesión con su ceremonia que tenía un mínimo seguimiento por las audiencias, en los últimos meses, debido al contexto en que se desenvuelven estas sesiones, han adquirido una relevante preponderancia en cuanto a su repercusión en los medios de comunicación.
Ciertamente, tiene que desarrollarse como una sesión extraordinaria donde el candidato a presidir el Gobierno, a propuesta de Su Majestad el Rey, se postula y presenta su argumentario para someterlo a confianza del Parlamento (Artículo 170 en cumplimiento de las previsiones establecidas en el artículo 99 de la Constitución, y una vez recibida en el Congreso la propuesta de candidato a la Presidencia del Gobierno, el Presidente de la Cámara convocará el Pleno… el candidato propuesto expondrá, sin limitación de tiempo, el programa político del Gobierno que pretende formar y solicitará la confianza de la Cámara).
Pero después de los últimos acontecimientos, tal sesión se ha convertido en un escenario donde se representa una tragicomedia destinada a la gran audiencia a la que catapultan los medios de masas. No está diseñada sólo para deglutir en el propio foro parlamentario, sino para ser proyectada mediáticamente. Destacan las poses y posturas antes que el fondo real de la cuestión. Se ha convertido en la Cámara del Postureo Nacional.
A este respecto es oportuno recordar la opinión de José María Pemán sobre el Congreso de los Diputados, eufemísticamente bautizado como “el templo de las leyes”: “En España los Congresos de los Diputados siempre han sido una gran tertulia política, donde se decían bonitos discursos y se divagaba sobre todo lo humano y lo divino. Desde allí jaleaba a los oradores. Y estos, arrastrados por el aplauso, pensaban en lucirse más que en hacer cosas prácticas para España”.
Reconocen este nuevo Congreso de la carrera de San Jerónimo donde priva el exhibicionismo, el artificio, el abuso gestual, la banalidad…

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