Reza el artículo 23 de la recientemente aprobada por el Consejo de Ministros Ley de Transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno– una vez repasada por el Congreso y el Senado-, “ejercerán sus funciones atendiendo al principio de buena fe y con dedicación al servicio público, absteniéndose de cualquier conducta que sea contraria a estos principios”. Obviamente se refiere al ejercicio de la actividad por parte de cualquier representante de una institución pública.
También se recoge expresamente que “mantendrán una conducta digna y tratarán a los ciudadanos con esmerada corrección” o que no aceptarán para sí regalos que superen los usos habituales, sociales o de cortesía y que en el caso de obsequios de una mayor relevancia institucional, se procederá a su incorporación al patrimonio del Estado.
La cuestión está en dirimir qué se entiende por actuar “de buena fe”, por una “conducta digna” o aceptar regalos “que superen los usos habituales, sociales o de cortesía”. Esto es, que habría que especificar con todo lujo de detalles estos conceptos e ir más allá de la propia letra.
Porque se sobreentiende que un político actúa- o debe actuar- siempre de buena fe. Que su conducta ha de ser digna, correcta y ejemplar y que cuando es agasajado, puede recibir un detalle de simple cortesía social, que a veces excede el puro marketing.
Lo que si deja claro esta ley, y así lo testimonia en la exposición de motivos, es que “sólo cuando la acción de los responsables públicos se somete a escrutinio, cuando los ciudadanos pueden conocer cómo se toman las decisiones que les afectan, cómo se manejan los fondos públicos o bajo qué criterios actúan nuestras instituciones podremos hablar del inicio de un proceso en el que los poderes públicos comienzan a responder a una sociedad que es crítica, exigente y que demanda participación de los poderes públicos”.
Si muchas veces hablamos de la importancia que tiene respetar el protocolo por parte de estos dirigentes de las instituciones públicas, de la necesidad de que conozcan las normas que lo regulan para que cada cual sepa donde está y sobretodo, en razón de qué está ahí- generalmente del rango que ostenta y que conlleva una prelación-, también es muy importante que su actuación en la vida pública sea transparente, digna y ejemplar y por lo tanto, esgriman un comportamiento exento de actitudes inadecuadas al cargo que representan, porque a fin de cuentas, lo suyo no deja de ser una representación ante la sociedad que los ha elegido o que ha posibilitado que estén donde están. Y esa misma sociedad les demanda una actuación modélica.
Lo chocante es que haya que regularlo mediante una ley, cuando es algo inherente a la persona. Decía Cicerón que “en cuanto a nuestra conducta con respecto a las costumbres públicas y a las usanzas civiles, no hay que dar ningún precepto. Ellas mismas son preceptos”.
La Ley prevé también que el Consejo de Ministros en el plazo de tres meses desde la publicación de la misma en el BOE, apruebe un Real Decreto por el que se cree el Estatuto orgánico del Consejo de Transparencia y Buen Gobierno.