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Rizar el rizo de la lengua

Nuestra clase política-recordamos que cuando decimos clase nos referimos a “conjunto de personas del mismo grado, calidad u oficio” y no, en este caso, a la otra acepción que contempla nuestro Diccionario “Distinción, categoría”-, tiene la costumbre de meterse muchas veces en fregados que no están relacionados con la gestión directa del ejercicio de sus funciones y cuya finalidad no es otra que mejorar la calidad de vida de los ciudadanos administrados. Y esto es lo que está sucediendo de un tiempo a esta parte en lo que atañe a lo que se llama “lenguaje inclusivo”.
Todo empezó cuando estos políticos de nuevo cuño se empiezan a preocupar por lo masculino y lo femenino. Recientemente la Real Academia Española emitió un informe, a requerimiento del Gobierno y donde sostiene, en un texto aprobado por unanimidad, que “la Constitución es «gramaticalmente impecable», si bien no es proclive a favor de modificar el lenguaje de nuestra Carta Magna, en el supuesto de hacer una reforma, le parece correcto desdoblar palabras como rey o reina o príncipe y princesa y dado que, por ejemplo, el sustantivo princesa no aparece en la misma, la Academia recomienda reemplazar esas expresiones por ‘el príncipe o la princesa de Asturias”.
Claro que también aconseja «desdoblar ocasionalmente» en este texto constitucional las expresiones como por ejemplo, a «presidente o presidenta del Gobierno». No obstante, se mantiene firme en lo que atañe a plurales como «españoles», «ciudadanos», «ministros», «militares», «funcionarios» o «embajadores», aseverando que “tienen inequívocamente» un valor inclusivo ya que se refieren tanto a hombres como a mujeres”.
La “vicepresidenta” del Gobierno-cargo al que hay que añadir ministra de la Presidencia y Relaciones con las Cortes y Memoria Democrática-, sostiene que “avanzar en el lenguaje inclusivo o pararlo no está en las manos de nadie: está en la calle y en nuestras vidas. Se trata de algo tan normal, tan democrático y tan deseable como que el lenguaje ayude a recoger la realidad que ya existe”. Dicho queda. Claro que en ese momento no se acordaría, por ejemplo, famosos inventos inclusivos como cuando otra ministra socialista Bibiana Aido dijo aquello de “miembros” o la flamante nueva ministra podemita Irene Montero lo de “portavozas”.
Pero todavía más. La citada vicepresidenta ha solicitado que el Congreso de los Diputados se renombre y se llame únicamente “Congreso” para evitar la exclusión de las diputadas, afirma. ”Si dicen vicepresidente yo no me siento aludida”, añade la ínclita enfatizando que “la mujeres tienen derecho a que “el texto de nuestra Constitución, nos llame por nuestro género: presidentas, ministras y diputadas”.

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Puesta en escena

No es la primera vez que aludimos a la obra de Georges Balandier “El poder en escenas” para referirnos a la tramoya y al aparato de pompa e imagen que despliegan las instituciones públicas para consolidar la proyección de su poder. “Tras cualesquiera de las disposiciones que pueda adoptar la sociedad y la organización de los poderes encontraremos siempre presente, gobernando entre bastidores, a la «teatrocracia». Es ella la que regula la vida cotidiana de los humanos viviendo en colectividad: el régimen permanente que se impone a la diversidad de los regímenes políticos revocables y sucesivos”. Así empieza dicho sociólogo francés su citado libro.
Incluso parafrasea a Shakespeare cuando dice que “el mundo entero es un escenario”, subrayando que se trata de la puesta en escena de un juego “que muestra los juegos que hacen y deshacen la sociedad; una sociología que no procede por enunciación, sino por demostración mediante el drama” y agrega que “todo sistema de poder es un dispositivo destinado a producir efectos, entre ellos los comparables a las ilusiones que suscita la tramoya teatral”. Y alude a Maquiavelo cuando en su imaginería identificaba al príncipe con el demiurgo, “El príncipe debe comportarse como un actor político si quiere conquistar y conservar el poder. Su imagen, las apariencias que provoca, pueden entonces corresponder a lo que sus súbditos desean hallar en él”.
Con este preámbulo queremos significar la puesta en escena a la que asistimos con motivo del reciente encuentro entre el “presidente catalán”-al margen de interpretaciones respecto a la vigencia de su cargo-, Quim Torra y el presidente del Gobierno Pedro Sánchez y que se celebró en el Palau de la Generalitat. El jefe del ejecutivo del Estado español fue recibido con una formación de gala de los Mossos d’Esquadra y alfombra roja. Y menos mal que en dicho encuentro tuvimos la oportunidad de ver las dos banderas juntas, la de España y la de Cataluña, estampa inusual, pues en este mismo espacio institucional del gobierno catalán, es frecuente que comparezcan sus presidentes sólo con una enseña, la señera y a veces acompañada por la europea, pero la española siempre queda metida en un cajón.
La política, efectivamente, es una constante puesta en escena. Un teatro permanente donde se representan dramas, sainetes, comedias, entremeses, farsas, tragicomedias, autos sacramentales, óperas bufas… Lo que pasa es que, tal como opinaba el dramaturgo Oscar Wilde “la tierra es un teatro, pero tiene un reparto deplorable” .Una buena obra puede ser destrozada por unos mediocres actores. Y eso es lo que sucede con la política donde, como decía Groucho Marx ”la política no hace extraños compañeros de cama. El matrimonio si”. Y a veces el ejercicio de la política termina en una “cohabitación” – ahora mismo en este país tenemos una coalición en el poder ejecutivo- y aquella palabra, para la RAE significa indistintamente “hacer vida marital” y “dicho especialmente de partidos políticos, o miembros de ellos: Coexistir en el poder”.

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La incongruencia del político

España tiene una monarquía parlamentaria como forma política, tal como se consagra en el artículo 1 punto 3 de nuestra Carta Magna. Dicho esto, sigue siendo una manifiesta incongruencia que determinados políticos, con escaño en el Palacio de la Carrera de San Jerónimo, aseveren que no tienen rey… Pues en coherencia con su argumento, lo lógico es que dejen el sitial que ocupen y se vayan a su casa.
Esto se ha vuelto a poner de relieve esta semana con ocasión de la sesión solemne de inicio de la nueva legislatura y que presidió Felipe VI quien acudió en compañía de la reina y de sus hijas. La familia real al completo. Y por cierto, el monarca aseguró que estaba en el Congreso «por respeto a los que encarnan el poder legislativo», aunque visto lo visto, lo de encarnar ese poder debería precisarse.
El caso es que de un tiempo a esta parte, cada vez que se celebra alguna sesión en esta Cámara, de las que se califican de “solemnes” como la de investidura o constitución, se producen y mejor dicho, se reproducen escenas nada edificantes, dado que se acaba cuestionando la representación institucional. Digamos que las buenas maneras o la cortesía parlamentaria ha pasado a mejor vida y ahora sólo privan los postureos políticos cuya finalidad no es otra que buscar el impacto mediático.
Y si hablamos de incongruencia es porque en esta sesión conjunta del Congreso y del Senado que presidió nuestro soberano, se ha verificado un cambio de cromos. En la última comparecencia del rey en este mismo espacio cameral, los representantes de Unidas Podemos obviaron el aplauso de cortesía y permanecieron estáticos. Pues bien, cómo transforma la erótica del poder que en esta ocasión los ministros pertenecientes a esta formación política, sí prorrumpieron en aplausos, aunque no pasó lo mismo con los diputados de este partido cuya práctica mayoría declinó hacerlo. Y es que hubiese quedado una foto muy fea ver al gabinete coaligado de Pedro Sánchez aplaudiendo fragmentado. Pero claro, les va en el sueldo. Algo similar, que también lo comentamos, cuando estos ministros tomaron posesión y lo hicieron respetando el texto oficial que tiene que leer para asumir el cargo y evitaron “improvisar” como hicieron en el Congreso.
Está visto que el poder transforma al más díscolo. Ya lo hemos dicho en más de una ocasión. Los representantes públicos están obligados a observar las normas que regulan los distintos estamentos institucionales, dado que esas mismas normas son las que les permiten asumir funciones dentro del organigrama del Estado. Y en puro ejercicio congruente, hay que asumir estas responsabilidades, porque, de lo contrario, sería un acto de hipocresía y que últimamente estamos constatando.

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